El enjambre jacobino. José Manuel Hernández

La primavera salvó a la Isla y las jaras y los jazmines aprovecharon su llegada para desplegar sus flores tulliditas. La colmena, exhausta y jadeante, renunció a sus reservas de jarabe real y optó por darle un jaretazo a su incómodo enjambre.

El jabardo, con estrepitoso jaleo, vino a posarse en una oquedad de mi rojo tejado. Parecía un triste jamelgo derrotado por un jaque mortal. Pero solo eran apariencias jocosas, pues a mis oídos llegaban jácaras alegres, impropias de abejas negras que aspiraban a ser comuna. En vista de circunstancias tan ajenas a mi rutinario acontecer, me encaramé al tejado ocupado para averiguar el porqué de tanto joderío. Me acerqué prudente y pregunté por la jefatura de semejante colectividad. Muerto de risa, un zángano, cual arabesco jinete, se me acercó a la oreja y, en su jerga abejera, me espetó, con indisimulado júbilo, una afirmación cuasi juglaresca: “Esto es la anarquía, hermano. Ni reina, ni ama, ni esclavas. Nos juntamos, escuchamos los zumbidos y buscamos la justicia. Desterramos, desde nuestra juiciosa independencia, a las acomodadas jerarquías. ¡Entérate! ¡Somos puros jacobinos!”.

Con cara de jaramago me quedé ante tamaña revolución. Suerte que una abejita joven me explicó, con justos argumentos, lo que allí sucedía. Su voz de jilguero feliz acabó enamorándome. Y desde esa linda jornada, me emborraché con la sana jovialidad de la anarquía. Ahora yo soy el guarda jurado de este enjambre ejemplar. O sea, una auténtica jipiada, que diría mi santa madre.

Los comentarios están cerrados.