Un día feliz. José Manuel Hernández

Ahora empiezo a entender la racional devoción de nuestros antiguos hacia el astro rey, hacia esa bendita bolita incandescente que hoy provoca la narración de lo que acaba de sucederme y que paso a contarles, dada la particularidad del caso que nos ocupa.

Aún pecando de clásico, empezaré por el principio, que situaré, dado que antes no sucedió nada digno de mención, en, aproximadamente, una hora, en el momento en que me desvestí en esta playa de arena gruesa, abierta a un majestuoso horizonte, limpio, azul e infinito. Inabarcable, por mucho que se esfuerce esa Isla redonda que se pavonea delante de mí, ataviada con un sombrero de nubes, cual pamela de gran señora, picándome un ojo, como queriendo rollito.

Ella no puede con el horizonte, ni con el sol y por ello se tapa, para que no le apague su manto verde.

Aún así, debo confesar que disfrutaba de su compañía y que mantuvimos una agradable conversación, cargada de insinuaciones veladas por su parte, todo hay que decirlo, pero realmente placentera. Hasta que empecé a notar que mi cuerpo se calentaba más allá de los límites prudentemente razonables.

Le pedí una pausa a mi charlatana amiga y puse pies en húmedo, para irme aclimatando al frescor de este vasto Océano que, a buen seguro, logrará sobrevivirme.

La mar hoy está rica. Todo lo que me ocurre en este día parece estar minuciosamente programado para hacerme feliz. Entro en el agua limpia, olorosa y siento que soy un pez torpe y por eso me entrego a las olas, para que me enseñen a moverme con su indestructible vaivén. Canto con sus rumores y nos montamos una improvisada danza que nos mueve libres durante un buen rato.

No sé si les ha pasado a ustedes, pero hay veces que siento un amor loco por la mar y me dan ganas de abrazarla y de meterme en ella y de llenarla de besos. La mar no habla, o al menos no tanto como esa Isla parlanchina, pero sabe enamorarte. Es lista y tiene carácter y se transforma directamente proporcional a tu estado de ánimo. Por eso la quiero. De una forma figurada, entiéndase, casi un poco platónica, no vaya a molestarse la Isla que, inocentemente, me pretende.

Salir del agua, dejar que el Sol te seque las miles de gotitas que le robaste a la mar y te deje la piel ensalitrada, es como subir el siguiente peldaño de la escalera de la felicidad. Un gustazo, vaya.

Me estiré en mi toalla de colores y fue en ese instante cuando los vi venir. Eran un grupito, como de unos ocho, que caminaban compactos, como una escuadra romana, con paso rápido.

Hacía calor. Por eso la razón de su vestimenta me resultaba inexplicable. Venían con trajes oscuros. Chaqueta y pantalón negros, corbatas diferentes, camisas claras, cinturones de cuero y zapatos lustrosos. Algunos portaban maletines, también de piel negra, como esos donde los ejecutivos guardan los papeles importantes, los de los grandes negocios. Parecían salidos de una convención de transacciones internacionales o de una bolsa cualquiera, de esas que andan gobernando el mundo.

No hablaban entre sí y caminaban, decididos, por la vereda polvorienta, hacia la playa negra. Todos, hasta los chinijos que jugaban con la marea, nos quedamos mirándolos. No traían la ropa adecuada para semejante sitio y, al menos yo, me sentía agobiado con tan solo pensar que un nudo aprisionaba mi garganta.

Al acercarse vi que sudaban. Nada extraño dada la situación climática, el color y la cantidad de sus ropajes. Así entraron en la arena, sudando, pero impecablemente vestidos. Pasaron a mi lado y, ni uno de ellos me dirigió siquiera una pequeña mirada. Ni a mí, ni a nadie. Parecían atrapados en una misión secreta, programados para algo impensable, para provocar una situación que rompiera nuestro plácido disfrute.

Siguieron caminando con paso firme, decididos, y se pararon justo en el borde de las olas. Estábamos expectantes. Los muchachitos se apartaron, extrañados. Una señora que devoraba una sopa de letras me miró, buscando una respuesta en mi rostro. Me encogí de hombros. Yo estaba vacío de explicaciones.

Los hombres se quedaron fijos, imperturbables. Parecían, vistos desde atrás, una prolongación vertical de la arena negra. Estuvieron en esa posición durante unos quince segundos, que me parecieron eternos, hasta que uno de ellos empezó a moverse, a caminar océano adentro, sin soltar su oscuro maletín. Unos instantes después, otro de los hombres le siguió y así, uno tras otro, con sus chaquetas, sus pantalones, sus camisas, sus corbatas y sus cinturones y zapatos a juego. Se internaban en la mar sin mostrar ningún signo de arrepentimiento ante tamaña decisión. Caminaban hasta que el Océano y el horizonte acababan engulléndolos. Sin gritos, sin resistencias, los hombres desaparecieron.

La playa se quedó agarrada al silencio y solo la voz de la locuaz Gomera se atrevió a romperlo:

– Y…¿qué pasó?, me preguntó extrañada.

Nada, le dije, que parece que el capitalismo se suicida.

Ella, en un inexplicable ataque de alegría, lanzó su pamela al aire y me espetó un sonoro y lascivo beso.

Esta noche quedamos para cenar.

Los comentarios están cerrados.