Nos va la vida en ello. Yasmina Encinoso García

Reflexiones desde el confinamiento con motivo del Día de la Madre Tierra

Todos los años, coincidiendo con fechas como la de hoy, Día de la Madre Tierra, leemos muchas reflexiones y estudios cargados de datos y evidencias sobre el daño que han sufrido y sufren los ecosistemas. La culpa es de los estragos que ocasiona el modelo socioeconómico que se ha generalizado en el Planeta. Algunas personas, incluso, se atreven a darle nombre a este modelo: capitalismo. Otras se extienden un poco más en sus análisis y hablan de neoliberalismo. Y todas las que aciertan a señalar no al ser humano en general, sino a este sistema en particular como origen del daño al medio ambiente, coinciden en que el Cambio Climático, la contaminación del aire, el suelo y el agua, la desaparición de la biodiversidad terrestre y marina, de las selvas, de los bosques, la desertificación, la incontrolable producción de residuos y las desigualdades sociales tienen que ver con esa idea perversa de que podemos producir y consumir hasta el infinito en un medio finito.

Pero este año, un virus muy agresivo se atrevió a viajar por los mismos medios y siguiendo la misma ruta que muchos de los bienes de consumo que inundan el Planeta. Abarcando todas y cada una de las rutas por las que pasa el mercado de bienes y servicios, provocando muchos más estragos, como hace la economía del capital, en los países y sobre las clases más desfavorecidas y dejando muy claro que, cuanto más nos pleguemos a sus intereses, más vulnerables seremos.

Porque vivir en un ambiente ideado para recurrir al mercado, cada vez que necesitamos satisfacer una necesidad, nos hace muy sensibles a su devenir. Y este es el ambiente de muchas ciudades. Y estas son las condiciones en las que vivimos en ellas.

Trabajamos para conseguir el dinero que necesitamos para todo porque nos abastecemos de todo en el mercado y debemos pagarlo. Además, nuestro trabajo de largas jornadas nos hace hiperespecializarnos en unas funciones determinadas, pero nos convierte en incompetentes para casi todo lo demás.

Pernoctamos en viviendas más o menos cómodas, pero monofuncionales. Por lo tanto, si el mercado no nos da trabajo, nos quedamos sin mucho que hacer. Casi sin identidad, porque nuestra profesión nos define casi tanto como nuestro apellido. Y, además, sin recursos para vivir.

Por otro lado, la escala del mérito en el reconocimiento social culmina con aquellas actividades puramente intelectuales que nos mantienen incapacitadas “de cuello para abajo”. Y vemos las actividades manuales, y aquellas otras para las que se hace necesario desarrollar una actividad física, como de segunda o tercera categoría.

El colmo está en el maltrato y la invisibilidad en la que quedan los trabajos de cuidados, que se desarrollan en el interior del hogar, sin remuneración y sin reconocimiento social. Ser mujer y ama de casa es un doble estigma. Ser madre, además, te impide salir del bucle del silencio social.

Todo esto ha hecho que nos desentendamos tanto de la tierra que hemos dejado de comprender sus mecanismos básicos de funcionamiento. No reconocemos el origen de los alimentos ni de los bienes de consumo. Desconocemos qué sucede con los residuos que generamos. No participamos sino frugalmente del cierre de los ciclos de la materia, que en las ciudades resulta prácticamente anecdótico. Nos despreocupamos de las consecuencias de nuestros actos. Y un día nos llegan imágenes de los residuos plásticos acumulados en las playas, de los vertederos de residuos tecnológicos en muchos países empobrecidos, de los grandes espacios de selva deforestada y, o no nos reconocemos como parte del problema, o nos resignamos y lo tomamos como un efecto secundario de la vida que nos ha tocado vivir.

Y en eso llegó este virus letal y nos recluyó en los espacios en los que el mercado nos dijo que íbamos a estar bien porque él iba a dotarnos del sustento, del cuidado y del ocio. Y vemos que, en realidad, estamos desprotegidas. Y vemos cómo de importantes son las actividades que hasta ahora habíamos considerado secundarias.

Al mirar por la ventana vemos cómo la disminución de la actividad económica va aparejada a una disminución de la contaminación atmosférica.

Y nos damos cuenta de lo vulnerables que somos, porque si se desmorona la economía, ¿cómo haremos para abastecernos de alimentos?

Necesitamos con urgencia repensar las ciudades y convertirlas en entornos polifuncionales donde haya cabida para el intercambio no monetario de bienes y servicios, para el cultivo de alimentos, para el desarrollo de actividades que nos permitan hacer, no solo comprar, lo que necesitamos. Donde la vida no dependa del mercado. Donde podamos ser personas justas, sin consentir ningún “mal menor” por nuestro derecho a vivir.

Porque tenemos que (volver a) ser un poco más autosuficientes. Porque debemos dejar de lado al mercado y empezar a hacernos cargo del cuidado de las personas y del medio. Porque tenemos que aprender a entender cómo funciona el planeta que nos sostiene. Porque nos va la vida en ello.

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