No tropecemos de nuevo, por favor. Eligio Hernández Bolaños

Owen Jones expresó después del Brexit que estábamos “asistiendo a una revuelta de la clase trabajadora y a una ola de frustración que se propaga en todas las direcciones”.

Con esta frase el escritor británico quiso alertar de todo un fenómeno de desafección provocado por un establishment que únicamente se ocupa y preocupa de salvaguardar sus intereses y que está generando en la clase trabajadora un sentimiento de marginación que parece sustanciarse en una desconexión cultural y, a su vez, en un nuevo ascenso del fascismo.

 

El filósofo Karl Polanyi ya apuntaba a mediados del siglo XX que el fracaso de la utopía del libre mercado había llevado al orden social al borde de su catastrófica desaparición, puesto que la clase trabajadora había quedado sumida en la más profunda explotación, no sólo económica sino también cultural. Hacía referencia a una sociedad espiritualmente arruinada por una industria que había devastado su modo de vida, un sistema que al mismo tiempo que se apropiaba de su fuerza de trabajo le expoliaba de su esencia misma.

Actualmente observamos con desazón como este supuesto libre mercado se sostiene en Europa gracias a un andamiaje institucional, completamente alejado de la ciudadanía, que favorece sobre todas la cosas a una élite financiera y política que en su pretensión de defender el status quo está hundiendo en la pobreza a la mayoría social, haciendo crecer la brecha salarial y la desigualdad social. En Estados Unidos sucede un fenómeno similar, la clase obrera ha visto quebrado su sueño americano a través de una reducción sistemática de unos salarios que no les permite pagar ni la educación ni la sanidad de sus hijos e hijas.

Como parece que estamos decididos a tropezar nuevamente con la misma piedra, conviene rescatar las palabras de Polanyi cuando decía que la mercantilización de la vida desemboca irremediablemente en la exclusión de aquella parte de la sociedad que no es rentable para el sistema económico, y que, en consecuencia, provoca en esa parte marginada una pulsión autoprotectora; ante un sistema que destruye la cohesión social, esta reacción es la respuesta natural, por ello el entendía que el fascismo era en cierto modo un rescate mórbido y reactivo de lo político ante la descomposición social de la civilización del mercado, un proyecto reaccionario, en definitiva, que pretendía –y pretende- ofrecer la ilusión de una recuperación de la comunidad perdida.

Esta magnífica reflexión explica muy bien los fenómenos políticos que se están dando en el continente europeo y en Norteamérica como consecuencia del mundo globalizado, donde la ausencia histórica de una izquierda fuerte como referente de un proyecto político dirigido a enterrar este detritus capitalista, ha permitido a la extrema derecha conformarse como la alternativa al sistema, construyendo, como en Estados Unidos el presidente electo Donald Trump, un discurso populista de derechas que ha logrado calar en una gran parte de la sociedad occidental excluida de la globalización.

Toca cautivar, convencer, generar confianza entre la ciudadanía para que vea en las fuerzas políticas transformadoras y progresistas un instrumento útil con el que poder mejorar sus condiciones materiales de vida. Nos corresponde asumir esta labor histórica y por ello urge empezar a poner los pilares de una nueva sociedad que supere la perversidad del sistema capitalista e impida el revival fascista.

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